La oficina de nobjetos perdidos
«Yo sabré reconocerla. Solía cantarme a todas horas, ¿sabe?»
El último día antes de las fiestas era, tradicionalmente, el más ajetreado del año en la oficina de nobjetos perdidos. Como si a todo el mundo se le ocurriese a la vez echar algo en falta.
Él se encontraba tras uno de los mostradores, y el sistema indicaba que ya llevaba veinticinco minutos atendiendo a una sola mujer: una catástrofe en términos operativos. De media, se esperaba que despacharan a cada persona en aproximadamente cinco minutos: el solicitante describía su nobjeto perdido y explicaba la última vez que lo recordaba consigo, se rellenaba un escueto informe con la información facilitada, y otro departamento se encarga de buscarlo en los almacenes. Sin embargo, la consulta que le ocupaba actualmente tenía el potencial de convertirse en histórica:
—Necesito que la busque. Lo necesito, ¿no lo ve? —dijo ella.
—Ya se lo he dicho, señorita, tres veces. Lo lamento de veras, pero recibirá noticias nuestras a la mayor brevedad posible si… cuando aparezca.
—Quiero que entre a su almacén y la busque. O, mejor aún, déjeme entrar a mí con usted. Yo sabré reconocerla. Solía cantarme a todas horas, ¿sabe?
—Siguiendo el protocolo, nosotros la buscaremos acorde a su descripción, y contactaremos con usted si la encontramos. Si dejáramos entrar a cualquiera… y no digo que sea usted cualquiera, no… entonces reinaría el caos en el almacén, y tal vez podría adueñarse la gente de nobjetos que no le pertenecen, claro.
—Vale, búsquenla entonces. Pero quiero que me avisen también si lo hacen y no aparece —dijo ella secamente en cuanto él acabó de hablar.
—Resumiendo entonces —fingió no haber escuchado su última petición, y procedió a leer del informe que ya tenía redactado—, ha perdido usted la voz de su padre.
—Sí. En el tren.
—En el tren.
—El jueves.
—Es decir, ayer —apuntó él.
—Sí.
—Por la mañana —constató mirando el informe.
—Sí.
Él resopló. Miró sobre el hombro de la mujer, a la larga cola que se había formado ya tras ella.
—Tengo todos los datos pertinentes, señorita —aseguró él, apenas tratando ya de resultarle agradable—. Cuanto antes me deje usted mandar este informe, más probabilidades habrá de que la encontremos hoy.
Mentía. Sabía que la espera para que tramitaran su solicitud sería interminable, con la cantidad de trabajo que tenían acumulado.
—Por favor, se lo ruego, entre usted a buscarla. Esperaré —imploró ella nuevamente. Su determinación de no moverse del mostrador se hizo en ese momento, por desgracia para él, evidente.
—Señorita, no puedo hacer eso. Mire detrás de usted, toda esa gente tiene sus propios nobjetos perdidos que son importantes para ellos.
—Pero yo no he perdido las ganas de seguir con la dieta o el saber montar en bicicleta, caballero —dijo esta última palabra con el mismo tono condescendiente que ella percibía cuando él la llamaba “señorita”—. Lo que he perdido es la voz de mi padre.
—En el tren, el jueves, por la mañana.
—Sí, sí, maldita sea, en el tren, el jueves, es decir, ayer, por la mañana.
—Mire… —consiguió detenerse a tiempo, justo antes de llamarla de nuevo “señorita”—. Todos tenemos nobjetos que eran importantes para nosotros, y tal vez hemos sido descuidados con ellos. Yo, por ejemplo…
Normalmente, trataba de ganarse el favor de los solicitantes más insistentes contando una historia inventada sobre cómo él también había perdido algo; más concretamente, la voz de su padre. Pero, por supuesto, con ella no podía usar esa mentira. Trató de pensar en alguna otra cosa, algo convincente y que despertara empatía en ella, pero no lo logró. Muy a su pesar, tras unos segundos de incómodo silencio, se decantó por decirle la verdad.
—Yo hace mucho, o eso creo, que perdí el tiempo —susurró. Ella hizo un amago de contestar, pero él siguió hablando—. Y dirá usted: “bueno, mucha gente pierde el tiempo hoy en día”. ¡Pues entonces no me está usted entendiendo! —alzó un dedo, señalando vagamente en dirección a la mujer—. Mucha gente pierde el tiempo, sí. Pero yo he perdido el concepto del tiempo. Si me pregunta, le diré que llevo aquí atendiéndole a usted desde el día en que nací, si es que nací, y también que lo estaré haciendo hasta el día que me muera, si es que me muero —el disgusto en su voz iba creciendo—. Y aún no ha aparecido, mi tiempo, no, no, y tal vez no aparezca nunca, ¿entiende? O tal vez alguien lo encontró y se lo ha quedado para sí por alguna maldita razón, ¡y no me ve quejándome!
Reparó entonces en que aún la señalaba con el dedo, y lo bajó avergonzado. Respiró hondo durante unos segundos, agradeciendo que la mujer, tal vez por estupefacta, no le interrumpiera mientras lo hacía.
—Lo que trato de decir… —retomó— es que le avisaremos si hubiera aparecido la voz de su padre en el tren que cogió ayer por la mañana. Y ahora, si me permite, el hombre detrás de usted tiene cara de haber perdido las ganas de vivir. ¡Siguiente!
Y procedió a atender al caballero por el resto de la eternidad.
Lo que no se puede perder leyendo esto es es el tiempo, ni las ganas de vivir, sólo entran las de escribir por inspiración de descubrir el talentaso de un amigo 😍 Todo tiene un aura grisácea y mágica a la vez que atrapa desde el principio. Me fascina cómo se va descendiendo desde la lástima hasta el cinismo. La frase que destacas de ella bajo el título es tan conmovedora como su pérdida. Y él, pobre, si ha perdido el concepto del tiempo, incluso debe de creerse más viejo de lo que es. Pero qué gracia final tiene, el jodío. Vaya, que una delicia todo, oye.
Olvidar la voz, el olor, o determinados ángulos del rostro de a quienes queremos da tanto miedo precisamente porque sabemos que es inevitable.
Me ha encantado el relato, es increíble la manera en que me has hecho conectar con ambos personajes en tan pocas líneas, y eso se debe a la precisión con la que has escogido cada uno de los adjetivos y construido las líneas de su diálogo.
No fallas una, es fuerte lo tuyo, cómo te admiro.